Llegué al lugar
indicado, era un hotelito discreto y apartado, de esos especializados en
encuentros digamos, prohibidos.
Recogí el sobre donde
estaban las llaves de una habitación y una tarjeta: “Entra y ponte lo que hay
encima del mueble”, rezaba.
Mis expectativas se
estaban cumpliendo, mi estado febril y la formidable erección que me acarreó la
nota así lo atestiguaban.
No era cuestión de
arrepentirse por unos nervios, por muy locos que fuesen.
Respiré hondo y
entré, la habitación estaba en penumbras salvo por la tenue luz que salía del
baño.
Había, efectivamente,
un mueble y, en él, unas prendas que me hicieron abrir los ojos como platos.
Dudé entre seguir adelante o salir de allí, tal era la confusión que me
provocaron.
Encima del mueble,
con otra nota que, rezaba “para ti”, estaban colocados unos zapatos de tacón de
mi talla, unas medias, un liguero, un corsé, un collar de perro y un
dispositivo de castidad masculino CB3000.
Sopesé largamente las
opciones que, no eran otras que, seguir adelante o abandonar y dejar atrás la
única oportunidad de poner en práctica mis fantasías de sumisión.
Los ruiditos que oí
en el baño me decidieron, con un esfuerzo formidable, fruto del temblor que
provocaba mi excitación y nerviosismo, me desnudé y pasé a transformarme en un
sumiso vestido con lencería e imposibilitado para usar su miembro por un
dispositivo de castidad.
Una vez vestido,
observé la imagen del espejo, no podía creer que la putita en lencería del
espejo fuese yo.
Una fuerte molestia
reflejó el intento de erección impedido por el cinturón de castidad cerrado
sobre mi pene.
Su voz me llamó desde
el baño, entré titubeante y ruborizado. Allí estaba, de pie en el centro del
baño, no habló, se limitó a señalar por gestos que me girase para ver bien su
obra.
Me ordenó desnudarla,
la bañera rebosante de espuma y sales, introducirla y proceder a bañarla y
frotarla con cuidado y delicadeza.
Fue todo un ritual,
mi mundo se redujo a ese cuerpo maravilloso, lo acaricié, lo froté, lo mimé.
Ella, mientras, se administraba un chorro de agua tibia en su altar, en su feminidad,
disfrutando de su estimulación y mis caricias, hasta que (no puedo asegurarlo
porque intentó que no lo notase) alcanzó su clímax.
Cuando dio por
terminado el baño, me ordenó secarla bien y untar crema hidratante todo el
cuerpo.
En los espejos vi
reflejadas 2 mujeres, una, como una diosa, desnuda y recibiendo todas las atenciones posibles, otra, vestida
como una putita, procurando el placer de su diosa.
El placentero dolor
que me proporcionaba mi polla encerrada intentando una erección imposible me
recordaba que, esa putita, era yo mismo.
Cuando concluí, me
cogió por el collar, arrodillado como estaba ante ella y arrastro mi boca a su
sexo, ¡Este es tu premio!, dijo. Acaricié suavemente con mi lengua, casi sin
tocarlo, su lugar sagrado. Lo besé, lo lamí y lo adoré hasta que explotó y, su
maravillosa humedad, me empapó el rostro.
Después la llevé en
brazos hasta la cama, con cuidado de no rompernos el cuello subidos en mis
tacones.
La deposité
suavemente y le dije: “Bueno, mí amor, ya me ocupo yo de recoger a los niños
del colegio, tú descansa, tu amigo llegará en breve, nos vemos en casa para la
cena, cada día te adoro más”.
Me vestí, con mi CB
puesto y las llaves colgando entre sus hermosos pechos que recuperaban la
respiración para cuando llegase su amante, y salí para volver a mis
obligaciones, dejando a mi esposa, mi diosa, que siguiese disfrutando de su
regalo de cumpleaños.